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Desde que me dedico a escribir —miento: desde que publico libros—, las preguntas más recurrentes que me han dicho tienen que ver con el hecho de ser mujer y escritora, y de ahí se despliega un abanico de términos como: mirada, cuerpo, condición, subjetividad, sensibilidad, poética; como si todas esas palabras fueran única y exclusivamente atributos femeninos —o feministas—. Lo mismo pasa cuando una escritora es convocada a alguna mesa para hablar con otras escritoras de lo que para todas es más que obvio: ser mujeres y escritoras —los escritores, en cambio, pueden sentarse en una mesa de feria a hablar de tópicos de estilo, voz, ritmo, climas, tramas—. Y a pesar de que me esfuerzo en cada respuesta con la aclaración innecesaria de que no puedo pensar en una sola causa feminista que no apoye, el matiz que sigue basta para que el feminómetro no alcance la curva necesaria de compromiso y militancia, y se dispare la alerta roja que delata a las machistas camufladas. Porque mi respuesta suele contener la desazón que me produce la sugerencia de que ser mujer y ser escritora te hace parte de un subconjunto exótico —o enclenque: digno de observación y seguimiento.

Margarita García Robayo

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